Ahora que el mundo está patas arriba y nuestra existencia parece transcurrir en un sueño paradójico (REM), es buen momento para abordar la creación artística de la última mitad de siglo XX a partir de autores concretos y no de corrientes y movimientos, términos de por sí escurridizos porque el río no se está quieto y nunca llueva a gusto de todos. Sobre Donald Judd (1928-1994) han caído chuzos, gatos, perros y parte del animalario crítico, cuando en verdad él nunca se consideró un escultor –“mis obras no se esculpen”, dijo– ni un minimalista, y sí un artista-filósofo que quiso ocupar el espacio con objetos que expresaran certezas. Judd creía que el mundo no debía explicarse a partir de una lógica racionalista preexistente sino mediante algo más sencillo, poniendo una cosa detrás de otra, como un juego de niños, un objeto concreto al lado o encima de otro formando columnas de aire, hileras de cajas, adosadas a la pared o sobre el suelo. De la “existencia” de cada uno de esos objetos y de la regularidad de los intervalos se debía extraer el sentido del acto de colocarlas u ordenarlas. Para quien estaba considerado el cabecilla de la estación más fría del arte no hacía falta más que una pala quitanieve para borrar el simbolismo de toda creación artística.