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La luz al final del brote epidémico

El mundo, como suele decir Margaret Atwood y suscribiría Stefan Zweig, puede cambiar en cualquier momento. Y a principios de marzo, lo hizo. Para entender lo que sucedía –el asalto a los supermercados, la indefinición democrática, la futura nueva normalidad–, por una vez, la autoficción –tan en boga y aparentemente totalitaria en la era precoronavírica– era poco más que papel mojado. Algo que parecía haber sido escrito desde otro mundo y para otro mundo, el espejismo al que sustituyó el nuevo espejismo de mascarillas, guantes y geles desinfectantes. De ahí que lo fantástico, incluido todo clásico que se atreviera a aventurarse en su indómito territorio, se convirtió, en cuanto estalló la pandemia, en un posible mapa o, cuanto menos, un lugar de consuelo: contenía pistas sobre qué sentir ante una incertidumbre, por primera vez en mucho tiempo, verdaderamente apocalíptica.

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