Estábamos en el preludio de la ópera más hermosa entre todas las óperas, la más grande. Ese preludio profundo y melancólico, tan lleno de energía cósmica que la muerte y la vida llegan a ser una misma cosa. La música del preludio parece empujarnos hacia un final fatal y por eso no queremos que cesen de tocar los violines, ni los chelos, ni los oboes, ni el delicado timbal, cuya baqueta el intérprete ha envuelto en un pañuelo de seda para que sus golpes se asemejen a latidos. La tensión va creciendo hacia la conclusión de la pieza, que intuimos ya está cerca, pero que no es así porque la tensión sigue en aumento y el final está llegando, pero no llega.