El capitalismo, decían Marx y Engels, tiene una tendencia intrínseca a expandirse. Pero pocos pudieron pensar algún día que se convirtiera en lo que es hoy: algo más que el sistema económico hegemónico de nuestros días; más bien, el único existente. Por primera vez en el ya dilatado cronograma de la edad contemporánea no queda en el mundo “nada más que capitalismo” —en palabras del economista Branko Milanovic—, excepto en un puñado de zonas “muy marginales que no tienen la menor influencia sobre la evolución mundial”. Las sociedades hipercomercializadas (con perdón), en las que todo se compra y se vende, el dinero es prácticamente el único criterio general para juzgar el éxito y una moral externalizada se ha comido a unos límites autoimpuestos —llamémosles ética o discreción— que frenaban los excesos públicos de los ricos. Hace tiempo que ese mundo saltó por los aires para alumbrar uno nuevo que pivota sobre la ostentación permanente.