Leibniz tiene el aroma del ensueño: el filósofo sueña ensimismado en su mónada, que es en sí misma universo. Sigue una antigua tradición, que ve en los sueños señales del origen o avisos divinos. Leibniz podría haber nacido en Benarés, pero lo hizo en Leipzig. Ejerció, como los hindúes, un racionalismo inclusivo, cierto talante combinatorio y un irrefrenable entusiasmo por las ciencias. Quiso conciliarlo todo, armonizarlo todo, no sólo la materia y el espíritu, también las naciones, las ciencias y las iglesias. En una Europa a punto de alumbrar la filosofía crítica, Leibniz sostuvo que la mayoría de los sistemas de pensamiento son correctos en lo que afirman, y falsos en lo que niegan. En definitiva, que vivimos en un mundo rico y variado que siempre dice sí. Un mundo que ninguna filosofía puede abarcar, limitar o desdecir. Bertrand Russell lo consideraba “una de las más bellas inteligencias que jamás hayan existido”.