Ocho años después de Lo solo del animal, Olvido García Valdés regresa con un libro donde la comunión con la naturaleza se refleja en la vertebración coral del discurso. Entre el ecologismo minimalista y el aquelarre ceremonial, asistimos a una transmutación en la que el sujeto contemplador se funde con lo contemplado. Sin embargo, frente a la tersura descriptiva, la autora opta por un efecto de extrañamiento que en ocasiones se acoge al juego de permutaciones patentado por el simbolismo y en otros casos parece a punto de desbordarse en el balbuceo trascendente de la mística sanjuanista. Esa desautomatización, a la que coadyuva la aspereza retórica que singulariza el estilo de la poeta, se aplica ahora a tres aspectos: la discontinuidad de la mirada, la zozobra anímica y la fragilidad del cuerpo. Por lo que respecta a lo primero, la constatación de que “la esencia son los ojos” guía la aventura perceptual por un mundo desrealizado en el que anidan las contradicciones: el sueño y la vigilia, el fuego lento y la alta velocidad, la ucronía eglógica del paisaje y las ráfagas de una rabiosa contemporaneidad (véanse las alusiones al 15M, al Brexit o al juicio de La Manada) destilada a través del filtro mediático.