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Sobrevivir a un campo de concentración nazi

PRIMERA PARTE

VIENA

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La muerte, no el sexo, era el secreto del que hablaban a media voz las personas mayores, el secreto del que a una le hubiese gustado oír más. Yo aseguraba que no podía dormir, suplicaba que me dejasen coger el sueño en el sofá del cuarto de estar (en realidad decíamos «salón»), luego no me dormía, lógicamente; con la cabeza debajo de la manta esperaba captar algo de las aterradoras noticias que circulaban en torno a la mesa. Algunas versaban sobre gente desconocida, otras sobre parientes, siempre sobre judíos. Había uno, muy joven, llamémoslo Hans, un primo de mi madre, lo tuvieron en Buchenwald, pero solo por un tiempo limitado. Después volvió a casa, estaba atemorizado, había tenido que jurar que no contaría nada, y no contó nada, ¿o sí, o solo a su madre? Las voces en torno a la mesa, difusas pero todavía audibles, eran casi exclusivamente voces femeninas. Lo habían torturado, ¿cómo es eso, cómo se resiste eso? Pero estaba vivo, gracias a Dios.

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