¿El negro es el no color o el color del que todos beben? Esa pregunta tan extrema generó discusiones durante siglos. Contradictorio y paradójico, el negro ha sido a la vez el color de la muerte y el del origen del mundo, el de los puritanos y el del lujo sofisticado. Aristóteles lo puso en un extremo —en el otro estaba el blanco— para ordenar los colores. Da Vinci, que lo utilizaba mucho —en sombras y ahumados—, vio la paradoja en el negro. Para él era a la vez misterio y delicadeza. Los tenebristas lo convirtieron en el rey de su paleta. Los impresionistas prácticamente lo ignoraron y la vanguardia lo recuperó en forma monocroma —Rodchenko— para eliminar la narración y la subjetividad. También hubo quien negó la mayor: el negro no es uno. Fue Hokusai —el pintor de Ukiyo-e famoso por dibujar una ola que salpica a quien la mira— quien distinguió ente el negro fresco y el viejo. Lo mismo hizo después el pintor Ad Reinhardt diferenciando entre el mate y el brillante. Son muchos —el modisto Rei Kawakubo a la cabeza— los que —como sucede con el blanco— diferencian entre los muchos tonos de negro.