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Un elogio de la brevedad

Hay escritores que, olvidándose de la extensión, se lanzan a registrar hechos ocurridos o imaginados con el afán de que no se les quede nada en el tintero. Otros aspiran a sintetizar lo más significativo, aquellos episodios que, aun siendo anecdóticos y fugaces, iluminan y dan sentido a su universo narrativo. Isaak Bábel fue un gran maestro de entre los segundos. De origen judío, nacido en la cosmopolita Odesa de finales del siglo XIX —la otra ventana a Europa del imperio ruso, con permiso de San Petersburgo—, este autor es para la literatura lo que Cartier-Bresson fue para la fotografía: ambos tenían la agudeza de reconocer ese “instante decisivo” capaz de desvelar un secreto latente. “Una historia bien inventada no tiene por qué parecerse a la vida real”, leemos en uno de sus cuentos; “la vida siempre trata de parecerse a una historia bien inventada”.

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