No nos importaban las rosas ni los jazmines. No nos interesaban los paneles de césped, ni la tierra fraccionada en bolsas, ni las macetas, aunque nunca habíamos visto tantas ni tan diferentes. Para nosotras, chicas de 8 o 10 años que vivíamos en casas con jardines enormes, nietas de abuelas o hijas de madres que se regalaban bulbos de nardos y Amaryllis, brotes de plantas con nombres como taco de reina, rayito de sol o flor de nácar, el nuevo vivero que había abierto sobre la avenida principal de la ciudad en la que nací no tenía nada interesante.