Fetichismos aparte, nunca tuve demasiado interés por oír hablar en público a mis escritores favoritos; de hecho, a menudo me intrigó que la gente lo tuviera por oír a los suyos. Un escritor es una persona que escribe bien, no necesariamente una persona que habla bien. Hay excepciones, claro está. Los contemporáneos de Oscar Wilde aseguran que el escritor irlandés, que presumía de haber invertido su genio en su vida y sólo su talento en su obra, hablaba igual o mejor que escribía. Ese también fue el caso de Borges, a quien una vez, de adolescente, perseguí como un hincha descerebrado por toda la geografía española y a quien nunca oí pronunciar una sola frase que no estuviese preñada de inteligencia y de humor. Lo normal, sin embargo, es lo opuesto. “Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido, hablo como un niño”, declaró Vladimir Nabokov, y J. M. Coetzee, uno de los mayores novelistas vivos, cosecha aparatosas decepciones entre los asistentes a sus charlas públicas porque en ellas se limita a leer sus textos o a contestar con monosílabos las preguntas que se le formulan. Tales decepciones son lógicas. A menos que sea Wilde, un escritor de verdad pone lo mejor que tiene en sus libros, de forma que lo que escribe es siempre superior a él; a menos que sea Wilde, un escritor superior a lo que escribe es un mal escritor, porque se ha reservado para él lo que debería haber invertido en sus libros. Más aún: el yo verdadero de un escritor auténtico no es el que anda por ahí interpretándose a sí mismo en su vida de hombre común y corriente, sino el que vive en lo que escribe. “Yo sólo soy escritor por escrito”, se disculpaba Adolfo Bioy Casares ante quienes le pedían que hablase de esto, aquello o lo de más allá. Quizá todos los escritores deberíamos imitarlo.