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Una vida mejor que esta

La conocí en la Facultad de Letras. Tenía el pelo rubio, pesado y grave. Usaba jeans y unas botas de equitación que en esos años nadie podía comprar porque eran carísimas. Tenía un aspecto lujoso y una especie de calidez, como si estuviera sumergida en una gota de ámbar. Llegó tarde a una clase incomprensible y, cuando uno de los alumnos levantó la mano y empezó a hablar de Saussure —yo no tenía idea de quién era Saussure—, la miré y me miró y nos hicimos gestos de “¡Socorro!”. Empezamos a buscarnos como perros que se necesitan: ninguna de las dos sabía muy bien qué hacía en esa Facultad. Yo iba porque estaba perdida, porque no había nada que pudiera estudiar para vivir de la escritura, y además me hechizaban las clases de griego que dictaba un profesor igual a Miguel de Unamuno. Ella no sabía quién era Miguel de Unamuno. Hija de una casta patricia, había ido a los mejores colegios, hablaba todos los idiomas. Decía “Oui” con un suspiro de desmayo que me volvía loca. Vivía con su padre en una zona de la ciudad de Buenos Aires donde sólo hay departamentos de precio inhumano. No le gustaba estar ahí: odiaba a los vecinos y cada vez que se cruzaba con su padre el aire se ponía tenso de rencor como una maraña de cuerdas. Empezamos a estudiar juntas. Venía a mi casa, 30 metros cuadrados, un televisor viejo, un balcón en el que me anestesiaba del dolor de querer vivir y no saber cómo. Ella estaba sola y no tenía vocación salvo la de renegar de su clase. No quería recibir dinero de su padre y nunca tenía un peso, así que vendía ropa, seguros de vida. A mí eso me producía desesperación porque veía, como en un espejo de desdicha, lo que me esperaba: una existencia desenfocada, trabajando de cualquier cosa y escribiendo en mis ratos libres. Poco después abandonó la Facultad. Yo continué todavía un tiempo. En algún momento, empezó a fumar porque quería bajar de peso y, de no haber probado jamás un cigarro, pasó a un paquete por día. Hacía esas cosas: era un exceso, una locura. Un día me dijo que había encontrado la solución a todos sus problemas: se iba a hacer escort, medio prostituta. Una noche de invierno la acompañé a un bar elegante para explorar terreno. Ella llevaba un vestido color cobre, la espalda desnuda, estaba hermosa. Éramos el fin del mundo y eran los años ochenta: era como estar loca o sufrir alguna clase de perturbación. Hablaba por teléfono con su madre, que vivía en otro país, desde mi casa: la retaba, le decía “mamá, tenés que beber menos”. A veces, al colgar, lloraba de una manera bellísima. Como si esa cascada de desgracia la bañara con una luz santa. Un día empezó a noviar con un tipo guapo, buena gente, y quedó embarazada. Le pregunté qué iba a hacer. Me dijo que no sabía, así que la invité a mi pueblo natal. A mi casa triste de entonces. Habíamos acarreado desde Buenos Aires una botella de champán. Una noche nos fuimos a la laguna. Caminamos hasta el espigón, nos sentamos en el extremo. Yo nunca había hecho eso: sólo había estado allí para pescar. Tomábamos champán mientras yo le explicaba cómo se encarna con camarones vivos, cómo se le rompe la cabeza a un pez cuando sale del agua. Entonces me dijo que iba a tener a su hijo. Yo sentí una desesperación borrosa. Pensé: “De modo que así es como termina. Así es como me abandonás”. Pero no dije nada. Después se casó. Fui a su boda vestida de negro. Viajé en un tren de espanto hasta el sitio de la fiesta, bajé en la estación equivocada, caminé una hora bajo el sol, bailé mucho. Del regreso sólo recuerdo el asiento trasero de un auto, árboles borrosos. En algún momento la vi por última vez. No recuerdo cuándo.

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