Por fortuna para los temperamentos inauguradores, hay pocas cosas no inaugurables. Nadie, por poner un ejemplo, inaugura un cadáver cuando cierra la tapa del ataúd, aunque puede inaugurar la estatua del finado unos meses más tarde. Los parques públicos están llenos de próceres desaparecidos incluso de la memoria de los ciudadanos: o sea, que no sabemos quiénes son. Inaugurar, en pocas palabras, consiste en abrir una puerta, destapar una placa o cortar una cinta. El trozo de cinta y las tijeras se guardan durante algún tiempo, pero luego desaparecen por el agujero negro de la historia. Y es que lo que importa de la inauguración es la foto. La gente se mata por aparecer en la foto incluso con el rostro embozado, como en el caso que nos ocupa.