Katalin Karikó quizá gane algún día un premio Nobel, pero se ha pasado décadas sufriendo rechazos. Esta investigadora húngara pensaba en los noventa que una molécula de origen esquivo, el ARN, podría usarse para curar enfermedades como el cáncer, pero su idea provocaba la incredulidad de colegas e instituciones y no encontraba financiación. “Todas las noches estaba trabajando y pensaba: ‘Subvención, subvención, subvención’, y la respuesta siempre era: ‘No, no, no”, contaba hace poco a la revista Stat. Perdió su trabajo en la Universidad de Pensilvania (EE UU), pensó que no era lo suficientemente buena, quiso dejar la ciencia. Pero siguió investigando y, cuando en enero de este año se publicó la secuencia genética de un misterioso virus mortal que asolaba China, aplicó su idea a una posible vacuna. Diez meses después, la inmunización de la empresa en la que trabaja, la alemana BioNTech, se ha probado en 44.000 personas y es una de las grandes esperanzas para acabar con la pandemia mortal que ha arrasado las vidas de millones de ciudadanos, acostumbrados a vivir en sociedades avanzadas y acomodadas, y que jamás esperaron tanta muerte y desolación. En nuestras vidas, predecibles e hipertecnologizadas, ha irrumpido un virus que nos ha pillado desprevenidos y nos ha dejado sobrecogidos, desconcertados y asustados. Muchos ciudadanos se han preguntado cómo es posible que nadie nos avisara de que esto podía suceder. Pero científicos como Karikó sí nos avisaron. La cuestión es que nadie estaba escuchando.