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Oye, ¿te puedo dar un abrazo?

PERIÓDICAMENTE ME encuentro en la obligación de entretener, desde el escenario de un teatro, a un público limitado por la pandemia. Limitado en varios sentidos: en número, ya que una buena parte de las butacas están ocupadas solo por masas de aire destinadas a la circulación y pérdida de fuerza de las miasmas, y limitados en capacidad de comunicación con el exterior. Las mascarillas no dejan ver ni las sonrisas ni los bostezos, pero la barrera más molesta no es la visual, sino la auditiva; las carcajadas tienen que ser histéricas para traspasar las capas de amortiguación y llegar al escenario. La buena noticia es que lo son, mucho más que en los tiempos previos a la pandemia. El público, en su infinita misericordia, se ha hecho cargo del asunto, ha tomado como una responsabilidad propia el rellenar los vacíos, los de las butacas, los de sus propias caras, y subir el volumen para compensar los silencios. Son mucho más generosos interrumpiendo con aplausos y al acabar la función observo que se les ha aflojado el gatillo de ponerse en pie. La comunicación no verbal está en plena mutación para abrirse paso en este extraño contexto y donde algunos gestos quedan proscritos surgen otros nuevos.

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