Un piano viejo y desafinado duerme en una esquina del gran almacén reconvertido en estudio fotográfico. Bad Bunny llega con apenas 10 minutos de retraso a la cita en el este de Los Ángeles, cortesías de una ciudad sin tráfico, obra y gracia de la pandemia. Saluda en la distancia, se queda mirando el trasto y yo acaricio las teclas a ver si entra al trapo.