Esta columna (mis disculpas por el sesgo melancólico) la empiezo el 15 de diciembre, día en que se cumplen 15 años de la muerte de mi padre. Dentro de 9 días más, el 24, se cumplirán 43 de la de mi madre. Imaginarán que hace ya mucho que para mí es un mes fatídico, y estoy acostumbrado a que las fiestas navideñas no existan. Mi madre no murió en Nochebuena, sino en la anterior madrugada. A partir de entonces la familia se dispersaba: los hermanos que la tenían propia, se quedaban con sus hijos. Los que no, y el padre, nos íbamos a casas de amigos, a lo que Benet (que me acogió durante un tiempo) llamaba “cenas de huerfanitos”; o bien nos reuníamos con algún soltero o soltera, veíamos una buena película, tomábamos las uvas, charlábamos, reíamos. No fueron malas Navidades. Tampoco lo serán, por tanto, las actuales: conozco las celebraciones solitarias o en las que era un “recogido”. Claro que en las últimas décadas varió la cosa. En Nochebuena me reunía con hermanos y sobrinos, en Nochevieja estaba con mi mujer en otro sitio. Esta vez andaremos separados, pero no en el pensamiento.