Josep Llinás empieza muchas veces sus conferencias hablando de un error que, durante décadas, le quitó el sueño y le hizo sentir culpable. Lo perpetró en cuanto pudo, es decir, en su primer proyecto: la casa que les construyó a sus padres en la playa de Sa Tuna de Begur, muy cerca de Barcelona. En aquella vivienda había muchos aciertos: el edificio se cerraba a la calle abriéndose al jardín. Ocupaba solo una décima parte del solar y estaba rematada por una elegante pérgola que se extendía para convertir el porche en un comedor. Pero… Llinás quería lo mejor para su primer edificio (¿o para construir su reputación?) y cometió un error: quiso acercarse más al Mies van der Rohe que había admirado que al Mediterráneo que conocía y no había sabido (todavía) ver. Por eso empleó un gran paño de vidrio que caldeaba inclementemente la casa durante el verano y la enfriaba en invierno. Años más tarde, convertido en un arquitecto maduro, se responsabilizó de su error. Y no solo lo admitió. Lo subsanó.