Un joven diría que aquello parecía el final de un botellón que se había torcido. Botellas de agua vacías desparramadas por el suelo (el botellón sería analcohólico, pues), bolsas de hielo derritiéndose arrojadas, y en sillas de plástico, la mirada perdida, los hombros caídos, y el espíritu, desorientadas, algunas mujeres sudorosas y calladas, rodeadas de asistentes médicos que les toman la temperatura y las sepultan en bolsas de hielo aún entero. Y de fondo un tránsito constante de grandes buggies de golf convertidas en ambulancias silenciosas que transportan, las persianas bajadas, a jóvenes al borde del desmayo. Y a otras se las llevan en sillas de ruedas.