La manera en que José Luis Cuerda encaró la promoción de El bosque animado en 1987 fue llamativa. Se hartaba de repetir que con una adaptación tan buena como la del guionista Rafael Azcona de la novela de Wenceslao Fernández Flórez muy burro tendría que ser el director para hacer una mala película. A Azcona no le agradaban las declaraciones públicas de aprecio sobre su persona, pero en este caso hizo una excepción y Cuerda se convirtió en alguien cercano para él. Solía decir Azcona que las películas son de los directores, que en eso no cabe duda. Lo extraño, añadía, es cuando ellos mismos insisten tanto en repetirlo. De ahí provenía quizá la afinidad con Cuerda, cada uno sabía estar en su sitio. Para Azcona, el talento de un director se podría resumir en la escena de esa película de la llamada fingida de teléfono de Luis Ciges ante las señoronas del pueblo. Una cosa era lo que había sobre el papel y otra el milagro retratado. Aquel encargo del productor Eduardo Ducay se convirtió en el trampolín de Cuerda en el cine español. Hasta entonces tan solo había rodado una película, Pares y nones, que fue forzada a pertenecer a la etiqueta de comedia madrileña.