Hoy es Jueves Santo, quién lo diría, extraviados como andamos en el limbo de estos días iguales. Para quienes no creemos en más dioses que los padres, aunque recemos lo que aprendimos de niños cuando no hallamos otro clavo al que asirnos, hoy era fiesta grande. Y digo era, en pasado, porque, muertos los padres, se acabaron las tradiciones en muchas casas. En la mía, desde luego. En Jueves Santo, nevara o cayeran 25 grados a plomo, el ateo de mi padre se plantaba un mandil por encima de su mejor hato y se ponía a las órdenes de la beata de mi madre para hacer potaje de vigilia, bacalao con tomate y torrijas para ciento y la madre. O para la madre sola, cuando la matriarca enviudó y los descastados de sus hijos, libres de la admonición del patriarca en el cogote, empezamos a cambiar las sagradas comidas de Pascua por las escapadas a la playa. Daba igual. Mi madre seguía friendo torrijas para un regimiento y, a la vuelta, nos las tenía salomónicamente repartidas y presentadas en fiambreras cual alhajas en cofre para que nos las lleváramos a nuestro nido. Esa presencia de ánimo. Ese sobreponerse a lo que viniera. Ese aferrarse a la vida, aunque la vida nunca fuera a ser la misma. Esa decencia, en el mejor sentido de la palabra, y no su piso de cuatro habitaciones con trastero y plaza de garaje, es el legado más valioso de mis viejos. Mi padre hubiera cumplido 80 años en enero. Mi madre, en febrero, 78. Esa generación es la que está muriéndose en las casas, las residencias y los hospitales sin que sus hijos puedan siquiera despedirlos. No necesito ver sus ataúdes alineados en una pista de hielo esperando sepultura para hacerme idea de la magnitud de la tragedia. Me basta con saber que probablemente son el triple de los que se cuentan. Las cuentas, todas, han de exigirse. El horror es ya lo suficientemente insoportable como para exhibir sus féretros en masa sin permiso.