Dios y el pueblo hablan el mismo idioma
Müntzer fue expulsado de Zwickau, donde había pasado menos de un año. Se trasladó entonces a Bohemia. Reinaba allí una gran efervescencia. Se acababa de superar el Gran Cisma. Como en casi todas partes, se desataba una herejía tras otra. Una sed de pureza atravesaba el país, enardeciendo a las masas, interrumpiendo brutalmente el viejo discurso. De pronto, la conciencia se introdujo en los hogares. Por las noches, las ranas croaban una verdad innombrable, y ellos iban a nombrarla. El pico del buitre roía la carne de los cadáveres, y ellos lo harían hablar. Por entonces parecía que la Biblia tenía que hacerse por fin accesible a la razón humana. Pero fue antes, en Inglaterra, dos siglos atrás, cuando se dio el gran salto. A John Wyclif se le había ocurrido una idea, ¡oh!, una pequeña idea, una menudencia, pero que había de causar un gran escándalo. A John Wyclif se le ocurrió la idea de que existe una relación directa entre los hombres y Dios. De esa primera idea se desprende, lógicamente, que todo el mundo puede guiarse por sí solo gracias a las Escrituras. Y de esa segunda idea se desprende una tercera: los prelados han dejado de ser necesarios. Consecuencia: la Biblia debe traducirse al inglés. A Wyclif —que, como puede verse, no andaba corto de ideas— se le ocurrieron, además, dos o tres pensamientos terribles: así, propuso que se designara a los papas por sorteo. Ya puestos a discurrir locuras, declaró que la esclavitud es un pecado. Luego afirmó que el clero debía vivir en lo sucesivo conforme a la pobreza evangélica. Por último, para acabar de hacer la puñeta a la gente, repudió la transubstanciación, pues la consideró una aberración mental. Y, como colofón, concibió su más terrible idea, y propugnó la igualdad entre los hombres.