Muy al final de este libro, de hecho terminada ya la novela, nos enteramos de que sus agentes literarias le regalaron al novelista y periodista Miqui Otero, nacido en Barcelona en 1980 e hijo de la inmigración, “un dibujo de unas tijeras enmarcado”. Eso se lee en la página 446, y ha hecho bien en contarlo porque podemos conjeturar la causa de que el final de la novela sea un tanto atropellado, también menos verosímil y creíble, con soluciones artificiosas o de pura emergencia. En el resto del libro no sucede nada de eso, sino todo lo contrario. La trama avanza con un cuidado exquisito de los cambios pautados por años (desde 1992 hasta 2018), las mutaciones de la ciudad (Barcelona) y las mutaciones de los muchachos que protagonizan una historia de perdedores sin decibelios y sin espasmos, de extracción humilde pero no lumpen. El entorno del mercado de Sant Antoni, fronterizo con el Raval, y sus libros de viejo de los domingos es identificable por cualquier barcelonés, pero también por cualquier lector que se dejase llevar por las tramas a veces laberínticas de Francisco Casavella, las historias emotivas y desengañadas de Juan Marsé o del gran Kiko Amat de Antes del huracán (en otros barrios), y quizá hasta alguna huella de uno de los libreros de domingo de aquel mercado, el espléndido novelista Antonio Rabinad.