La parte luminosa de esta historia habla de una escritora que ya casi se había resignado a dejar de serlo. Las circunstancias de la vida no lo permitían, digámoslo así. Pero insistió, terca como una supernova doméstica encerrada en su estudio, y alumbró un libro. El epílogo de la historia luminosa fue que ese libro se convirtió en un fenómeno editorial. La parte oscura de esta historia habla de un niño distinto. Un niño con problemas. Problemas duros. Ese niño era la “circunstancia de la vida” que impedía a su madre cumplir su sueño. Las 24 horas del día tenían que ir dedicados a aquel pequeño Barbarroja de andar por casa que primero quería arrancarse la sonda nasogástrica y luego quería arrancarle a ella los post-it de colorines con los que estructuraba su relato. El epílogo de la historia oscura es luminoso: Pedro, seis años para siete, la sonrisa invasora, el habla de cuento con un deje interrogante en los finales, la mirada como queriendo decirte “tú y yo nos entendemos”, es desarmante. Al final, Pedro y sus peces y sus gatos dibujados permitieron que mamá acabara el libro. No: nació por su culpa. La mamá escritora que no podía serlo porque las circunstancias de la vida, etcétera, etcétera, lo completó en los ratos libres que le dejaban las noches de hospital, los días de hospital. No solo fue un libro de éxito y felicidad, fue un libro de liberación y exorcismo. Se tituló El infinito en un junco.